No hagas cuenta.

Conversación entre dos hermanas entre la gravedad y la gracia.

Eva: Flor, eres mi hermana. De sangre. Contigo alrededor he pasado mis casi 50 años. Y ha debido ser  muy fecundo lo que hemos vivido porque nos han nacido hermanas en más sitios, hermanas de vida: Cristela, Sonia, Susana… Ahora mismo casi todo el mundo con el que creces, crezco yo de algún modo y viceversa.

Lo de los vínculos, restringidos a lo sanguíneo, me ahoga. Recuerdo a nuestra tía materna, Meme (Esmeralda) y su imposición del cuidado y del afecto como penitencia debida. Con todo me duele profundo no haber sabido querer mejor a algún consanguíneo porque: acompañarnos de personas que crecen mientras crecemos, ¿no es lo más preciado que nos pasa?

(Me noto un ritmo Simone Weil, lo arrastro de haber estado leyendo, como un mantra su «Echar raíces».  Aunque en la cama, de madrugada imaginando escribirte, se me ha aparecido Concha, nuestra muerta más viva, rogándome: ¡por favor, humor Eva, un poquito de humor!… Y sí, quiero, ¡quiero la gracia! Pero… ¿la alcanzaré? ¡Sigo!)

Yo te perseguía por casa, ¿te acuerdas? Para contarte mis pensamientos, a lo mejor te estabas arreglando para salir y yo sentada en el bidet, mientras te pintabas la raya del ojo, te hablaba y luego te perseguía a la habitación a que te calzaras los zapatos y mientras te iba soltando pensamientos. Por eso hoy estoy de fiesta porque puede que escribamos esto juntas. Ya hemos escrito juntas y con otras. ¡Qué plenitud! Aunque ayer me dijiste que te había vuelto el pudor a mostrar lo tuyo. Aún así escribámoslo, no por mostrarlo, sino para pensar bien. De nuevo Weil.  Escribir bien para pensar bien. Bien –entiendo– desde y para la vida. «Verdad activa».

Sin aún entrar en el meollo que quiero poder pensar contigo, quiero detenerme un segundito en el pudor. Porque además aprecio ahí otro nudo a desatar, también todavía para mí. No sé si has visto los videos de JC para apoyar la publicación de su libro «Anarquía relacional». Para mí pueden representar un punto de partida. Es absolutamente conmovedor su gesto. También avergüenza claro; él me decía que no se remira. Es precioso, ese riesgo, esa puesta en juego de quien quiere compartir lo que ha entendido porque cree que sirve a la reorganización de la vida, los vínculos, el amor. Y así uno tras otro se graba explicando, con método científico, de 0 a 100 todo lo que ha llegado a sistematizar sobre cómo revolucionar los vínculos, ocupar los afectos. ¡Mira, Flor, siento un amor tal!

El pudor hay que situarlo.  Simone Weil escribe de la «idolatría» que genera una cultura desarraigada (pongo foto). Al constantemente estar aprendiendo y viviendo, sin comprendernos como engranaje azaroso y necesario del orden del mundo, caemos en «idolatrías». La gente escribe para ganar fama y dinero y pronto se queda encerrada en su cárcel de capital simbólico, en sus cuentos. Así de idiotamente escribimos porque estamos enfermos de desarraigo. Ella escribe ese «Echar raíces» para conjurar esa enfermedad que padecemos hace siglos y que a día de hoy se exacerba. Idolatrías para despreciar el mundo porque no lo dominamos. Y no podemos permitirlo, no podemos cejar en esa alianza de destreza y materia que requiere ponerse «a la obra». Vivir.

Y para vivir yo necesito creer que podemos escribirnos sobre lo que nos ha pasado, con los papás cuando enfermaron y yo –que había optado por no expandir el virus madrileño– de repente tuve que asumir que estabas sola para cuidarles. Me sorprendió la entereza de papá, poderoso y contundente con su «no vengas, si necesito algo te lo diré». Quiero pensar contigo en lo que hicimos, cuando ningún sistema sanitario podía ayudarnos y entonces de nuevo me vi auspiciando una posible muerte en diferido… Y entré en crisis y quiero volver ahí. He leído estos días que Churchil decía «nunca desaproveches una buena crisis».

Flor: No le veo mucho valor a lo sucedido más allá de haber tomado dos decisiones que al final resultaron acertadas: la primera medicarla desde el desconocimiento de cuál era su enfermedad real, dejándonos llevar por lo que en el pasado le había ido bien… Al final es cierto lo que dice Weil «de todas las necesidades del alma humana, ninguna más vital que el pasado» Jajaja… cuánto nos está ayudando estos días.

En segundo lugar insistir para tener al menos una atención telefónica que lo único que nos aportó fueron nuevos inhaladores para ayudarla a respirar, que supongo que algo hicieron. Podría haber sido que no acertáramos y en ese caso, quizá mama ya no estaría con nosotras. Yo sé que lo único que tenía claro en esos días es que meterla en un hospital y dejarla sola, era la muerte segura.

Somos conscientes desde hace mucho tiempo de su fragilidad y de que en cualquier momento puede morir. Yo sólo quería que muriera tranquila, sin fatiga, acompañada y lo único que pensé es que quería poder cogerle la mano en ese último instante como ella se la cogió a Meme. También quería ayuda para tomar las decisiones acertadas y ahí no había mucho donde agarrarse, el sistema sanitario nos abandonó, tú estabas lejos para poder valorarlo in situ,  papa bloqueado y pocas opiniones más donde echar mano para no cargar con la responsabilidad de no hacer lo adecuado.

Lo bueno que ha traído este periodo de tanta desazón ha sido pararnos, ponernos en nuestro lugar minúsculo, enfrentarnos a nuestros miedos de forma pública, a nuestra debilidad, dejar nuestro carácter a la vista de todos, borrar las ideas vacías, las palabras huecas… Estos días hemos hecho un reinicio de lecturas y la filosofía y las literaturas de confinamiento han sido el único refugio. También estoy releyendo a Vaclav Havel, sus “Cartas a Olga” –que estaban por casa de los papas– y he encontrado muchas confluencias de él con Simone Weil abordando la importancia de la responsabilidad hacia el otro, ese deseo de ser útil en problemas que no son directamente tuyos pero con los que te sientes comprometido… y que supongo que también están tan relacionados con esas raíces que nos dan fortaleza.

Ayer tarde vi el documental «Cien días de soledad». Está rodado en el parque asturiano de Redes por un tipo que vive en Muros llamado José Díaz y que decide irse a vivir durante cien diez a una cabaña que está a mas de tres horas bosque adentro tras abandonar la última carretera sinuosa del parque. Allí solo, durante cien días de otoño, filma la naturaleza mientras cultiva patatas y cría gallinas. Es bellísimo, con imágenes maravillosas de cielos y montañas infinitas, de una berrea contemplada en primera línea, con lobos que acechan en la oscuridad… Me pareció fascinante y vi realizado el sueño que todos los años, cuando abandono Cuenca tras ir a escuchar la berrea, dejo atrás incompleto. Ese teleobjetivo que cada año quiero tener para acercarme a los ciervos, ese tiempo infinito para poder perseguirlos y contemplarlos desde el silencio y la quietud absoluta y solitaria… Y viendo el docu volvió Weil y esa necesidad de atención que en nuestro día a día no somos capaces de atender. Y volvió también la muerte que da vida. El protagonista habla durante toda su soledad con su hermano fallecido veinte años atrás, del que dice que se le llevó mucha vida cuando murió pero que luego le ha devuelto infinitas fuerzas para seguir luchando por una vida plena. Es cierto que el proyecto tiene el punto de exhibicionismo con el que ahora tengo tanto debate, pero aún así, le veo mucho valor a esa naturaleza mostrada y a esa fortaleza interna que se requiere para pasar cien días en absoluta soledad.

Me he quedado con ganas de saber dónde vive el tipo, seguro que es por Reborio en alguna de las casas que dan al mar… El documental también me ha puesto delante de esa fuerza sanadora de la naturaleza mezclada con la atención de Weil. Me ha devuelto uno de los momentos más poderosos que recuerdo de la infancia de Deva y fue un día paseando cerca de Fresneda cuando durante horas estuvimos siguiendo la trayectoria de las hormigas, sus entradas y salidas de un hormiguero, su fortaleza cargando enormes briznas de hierba y generando nuevos mundos de paz para una infancia inquieta. De esa fortaleza de las hormigas basada en su escaso peso y en la levedad de sus necesidades vitales… supongo que de eso también tendríamos mucho que aprender y seguro que a Weil le hubiera parecido perfecto que nos paráramos a atenderlo.

Me encanta pensar contigo por escrito, aunque no sé si me he centrado en lo que querías atender, jajajajaja… Yuppiiiii…

Eva: Flor querida ¡cuánto ahí para volver! El pasado como necesidad del alma. Fíjate, no me quedé con esa frase del «Echar raíces». Sin embargo ahora que leo, me digo que mi necesidad de escribirte venía de ese pasado que necesito traer de vuelta. Y que tiene que ver con esa mano que le dio mamá a su hermana –nuestra Meme– que murió a su lado tras una agonía acompañada por años en casa de ella y de su marido. Un cuerpo, con un cáncer en metástasis que ya ni tragaba bien y que los dos acompañaron hasta el último aliento. A mamá y a papá no les dio miedo que Meme muriera en su casa, ahora bien comenzaban a no poder soportarlo ¿recuerdas? Meme no se soltaba de la enfermedad. Y yo le pedí que dejara de luchar y soltara el dinero para contratar a más gente en casa. El médico de paliativos me llamó para reñirme, que ¿con qué derecho yo le había dicho a una señora, que no quería saber, la gravedad de su enfermedad? Y yo le dije: con el de quienes la han cuidado y con el suyo de ser acompañada a morir sin matar a los demás en el proceso. Y es que hasta el final confío en que todos podemos cuidarnos. Meme lo hizo. Yo lo siento así. Y tras esa conversación, se dejó ir… Recuerdo un momento en que me miró muy hondo y nos quedamos acariciándonos… Yo me volvía a Madrid y le había dicho: «No te vas a curar tía sino ocurre un milagro y tampoco te vas a gastar tu dinero en lo que te queda de vida ni queriendo».

La muerte otra vez, y mi necesidad de contar con ella de algún modo. Lo traigo aquí porque estos días de cuarentena, tras haber estado con una persona que luego cayó enferma de neumonía, yo no quería saber si estaba o no contagiada. No quería. Tenía terror. De hecho «Echar raíces» tardé en empezarlo a leer porque sospechaba de él. Pensé: lo ha escrito una que al final se ha muerto demasiado joven. Y si murió joven será porque ha vivido mal, porque fracasó. ¿Quieres leer a fracasadas que murieron jóvenes…?

Vamos como una hitlerita estuve varios días. Haciendo un uso de la fuerza y la razón falto de humildad, de dolor, mezquino.  Me impresionó mi propio miedo a morir. También me había traído el libro de la «Expropiacion de la salud» y no podía abrirlo. Para qué si mi hitlerita iba a entregarse a la medicalización de todo y al precio que fuera. Noqueada perdida así me tuve varios días, leyendo titulares de muertos por minuto en la ciudad de Madrid.

En un Madrid detenido al extremo que solo se oían en mi calle, al lado de Atocha, los sonidos de las hojas de los árboles y las ambulancias, Laia y yo nos pusimos a leer «Pinocho» a los papás. Sané leyéndoles a los papás con Laia, dos capítulos por día. Dándolo todo para acompañar tu determinación, esa que ves tan poco importante, de no llamar a ninguna ambulancia aunque mamá se notara ahogos fuertes y confiando en Elda, la trabajadora interna que les ha cuidado mejor que nosotras y en su fortaleza y también la de papá para tirar adelante.

Para mí, que necesito pensar la muerte como un límite a nuestro entendimiento, que no necesariamente identifico con algo solo malo, ha sucedido la muerte en las peores condiciones imaginables. Lo hablaba con María Jesús que quería –decía ella– experimentar ese soltarse de un cuerpo enfermo en extremo, como el de la tía, como algo liberador, y que quería gobernar ese proceso. Pero claro, toda la neolengua COVID sonaba a ahogarse de un día para otro en un pasillo de un hospital en guerra. Y esa muerte, así servida, nos ha vuelto zombis. Aquí en Madrid, la gente: huyéndonos por las calles, confinándonos por orden gubernamental en nuestras casas, temerosos de que nos toque a la puerta la guadaña.

En esos días de leer Pinocho, alegrar a Laia me obligó a pintar con ella en nuestro balconcito. Pintábamos y yo comencé a hablarle de la de veces en la vida que me ha salido el tiro por la culata. Son tantas… jejeje, que pasamos horas: sobre todo mis traídas de pobres y la pena de la vieja, de Irma. Y así sané ya del todo, coloreando el mundo y sacando culpa, responsabilidad, todas mis heroicidades por la culata… Después de ese día pude comenzar a leer a Weil y casi como un salmo repetirme eso de la virtud de la obediencia y sus dos labores fundamentales: la aceptación del trabajo físico y de la muerte. La humildad de reconocer que nos debemos a un mundo cuya construcción se produce más allá de nuestros derechos, más allá de nuestro bienestar o goce (un mantra alcohólicos anónimos) y solo así nos liberarnos: obedeciendo a la muerte y al trabajo que es también muerte cotidiana.

Y una última resonancia por lo que cuentas de ese que se internó en el bosque, y su hermano que murió pronto, me trajo a la mente a Macedonio Fernández y su «Museo de la novela de la eterna».  Él también a raíz de la muerte de su mujer muy pronto se despegó de las convencionalidades temporales  –¿y se entregó a lo eterno?–.  Pensaba con Hugo Savino –un escritor excepcional que nos trajo el taller de lectura de Desescrituras a Contrabandos– que solo los fallos del sistema le devuelven la gracia (esa grieta que tanto buscamos a Matrix).  El plan vital de Macedonio era trabajar y criar a sus hijos con su mujer y, de repente, ella muere, y él pasó a vivir en hostales y a escribir la misma novela en tiempo eterno. Teté, nuestra tía octogenaria, me lo dice todo el rato: «no hagamos cuenta Eva». Así, cuando quiero prever cómo la cuidaremos a tantos kilómetros de distancia, me repite eso: «no hagas cuenta». Teté es mi punk, la abuelitina de la casetina, rejuvenecida porque se le murió un hijo demasiado pronto. Tiro por la culata. Y también ¿la gracia? ¡Sí, ella sí! Con toda «La gravedad y la gracia» del mundo. La adoro. Mírala ahí, en la última foto de ella que tengo. A sus ochenta y muchísimos.

Ahora estoy pendiente de leer ese otro libro de Weil, «La gravedad y la gracia». Mística como necesidad. No como distracción, ni piradura. Agradecer como orar ¿te acuerdas que lo hablábamos en el grupo de María Jesús, por el emoticón de whastapp, ese de las manitas para arriba, que de repente se nos hizo omnipresente en la conversación? Un grupo que acompaña a alguien en una enfermedad tan grave, necesita encomendarse a algo más grande, que no comprende, pero cuya búsqueda es un camino, una verdad activa.

Flor: Leo tu texto y reconozco en ti esa valentía que te acompaña y de la que yo adolecí para enfrentar a Meme a su propia muerte. Quise siempre dejarla en su limbo aunque yo rabiara por dentro. Ella era así y no había manera con ella. A veces pienso que no lo hice porque veía inútil la conversación con ella, otras veces pienso que quise respetar su derecho a no querer saber ni ver, por protegerla de su miedo y las más de las veces pienso que no lo hice por cobardía. Supongo que había un poco de todo… Tuve tantos enfados con ella a lo largo de sus últimos años. Por su manera de cuidar a Deva, por su empeño en mantener una autosuficiencia en los hospitales cuando no la tenía, sometiéndonos a los demás a una presión insoportable, y en el último tiempo creo que ya me rendí a dejarme llevar, a acompañarles tratando casi más de cuidar de los papas que de ella.  Pero de todo se aprende y de esa muerte se me quedó, pese a todo, una enorme lección de sororidad entre dos hermanas, una casi demenciada y la otra moribunda con las manos enlazadas hasta el último suspiro. Lamentó no haber estado allí en ese último instante pero sé que llegué serena, que todavía pude abrazarla y decirle cuanto la quise antes de la llegada de la funeraria y volverme loca buscando su DNI, queriendo preguntarle una y otra vez donde lo había puesto cuando ya no me podía contestar ¿cuánto tiempo tardamos en asimilar la amputación de un ser querido? ¿cuántos días seguí queriendo preguntarle alguna cosa banal sin darme cuenta de que ya no me podía contestar?

Tu reflexión sobre el trabajo como otra manera de morir también me ha resonado profundamente. Estoy tan familiarizada con ese mundo asalariado que muchas veces supone quitarte voz y pensamiento, expropiarte horas de vida diariamente a cambio de dinero y seguridad. Y lo hago sin demasiado dolor cotidiano, pero con una anulación a largo plazo, sabiendo que esa dejación me ha expropiado gran parte de libertad de palabra y obra.

Al leerte también me he sentido muy en clave Teté, por aquello de no hacer mucha cuenta de las cosas… Yo siempre fui más que tú de improvisar, de no pensar demasiado en las decisiones trascendentales de la vida, de prepararlo todo en el último momento y más en los últimos años cuando los continuados sobresaltos de la salud familiar nos hicieron cambiar tantos planes. Es verdad que a nivel vital sí que proyecto una vida feliz para Deva, envejecer con relativa paz, pero cuántas veces la vida te pone en otro sitio… Quién nos hubiera dicho hace dos meses que los aviones dejarían de volar, que los trenes se pararían, que los bares seguirían cerrados…

Por eso es tan importante Weil y ese pensamiento que me ayuda a agradecerle al bicho estos instantes de detenerse y pensar juntas, letras mediante…Leía hace unos días en el blog de Amador un post referente a Isabelle Stengers en el que hablaba de las alternativas infernales y de cómo esta crisis hacía más evidente que nunca la necesidad de encontrar puntos de fuga a las dicotomías que estos días cobran tanta fuerza: queremos muertos o hundimiento económico, preferimos caos y muerte o control y sumisión a los dictados de los gobiernos… Siempre deberíamos buscar grietas ante esas dicotomías que nos permitan escapar a esas alternativas infernales… Diría que en esta crisis nosotras la hemos encontrado en Weil y en prestarle atención a nuestro léxico familiar y a estas reflexiones. Y no sabes lo que te lo agradezco.

Un beso enorme, amor.

Eva: Flor querida, quizá podríamos dejar ya el texto. A mí me gustaría darlo a leer, al menos a alguna gente. A Teté, que está leyendo Abundancia, a papá, a Sonia, Juan Carlos, Elda, Miriam… no sé. A quienes citamos o a cualquiera. A veces como en Abundancia es peor dirigir un texto a alguien concreto, requiere más valor. No me he dado cuenta hasta que no me puse a enviar nuestro Libro_libreta.

Estos días aún así me estoy atreviendo a incluso dar a leer libros a amigas. Ese por ejemplo de la «Escucha del cuerpo» al que también volví estos días, por el amor que siento por la etimología como archivo del saber de los pueblos. Maravilloso el gesto de Bordelois de hacer etimología con las palabras de la enfermedad. Lo hago para velar por nuestra «salud semántica» que diría Constantino. Recomendar libros, lo he deseado tanto. En la librería al clasificar libros se me venía a la mente gente,  pero luego me cortaba de escribirles un correo para instarles a conocerlo. Sin embargo estos días lo he hecho, a dos o tres personas les he escrito, incluso a Cristela le mandé uno. Sin gesto y sin ofrenda, que escribió Maria Zambrano.

Me dispongo desde la virtud de la obediencia a que esta crisis me fuerce a responder con mi trabajo y mi muerte al desafío de vivir. Estos días haciendo envíos de la editorial percibía hasta qué punto este trabajo de los libros es vital para mí. Incluso escribir las direcciones en los sobres de los envíos me devuelve una respiración esencial. Obligaciones sencillas: nutrir –me cuesta el dar de comer al hambriento de Weil– y no hacer temer.

Son obligaciones sencillas. Simone Weil inicia el «Echar raíces» con  eso que irrita a Agamben, según entendí en su «Autoretrato del estudio». Weil llama a posponer los derechos –que además requieren sociedades garantes– y atender sobre todo a sencillas obligaciones –que esas sí son individuales– facilitando que cada individuo sepa lo que ha de hacer para que pueda hacerlo en la mayoría de las ocasiones. Y fíjate, hay algo ahí que me resuena intenso. Tantos derechos –lo pienso hace años– nos tienen hechas un puto lío. Es el bocachanclismo del progresismo institucional (el trabajo digno declarado por la Unesco patrimonio de la humanidad). De ese follón se nutre también el totalitarismo.

Tantos derechos nos idiotizan. Nos despistan de ser ese nodo de absoluto que somos cada una. Mamá, a sus ochenta y cuatro y demenciada perdida pero todavía tan válida para la vida y tan necesaria. Laia, la única certeza que ha tenido estos días era que quería ir con sus güelines. Vivir cerca, en Pedralba, en Liria… No hemos hecho más que buscar casas grandes donde quepan, si quieren venir. Y así se los puso de fondo de pantalla del móvil. Porque son su futuro. Lo son. Un futuro del que estoy aprendiendo a no hacer cuentas, porque me suelen salir todos los tiros por las culatas. Aún así esos tiros errados son mi pasado. Necesidad de mi alma. Fíjate Flor, lo que he aprendido de Weil que no vi, gracias a conversar contigo. Así pues te pido que te dejes estos días escribir y concluyas tú el texto, por favor. Yo hoy lo releí y edité mínimamente.  Te quiero Flor.

Flor: Dar a leer el texto me da mucho pudor pero como me decías en tu primera carta habrá que deshacer ese nudo y valorar que lo que nos sana a nosotras puede, quizás, servirle a otras. Bajo ese paraguas me resguardo del pudor y dejo que esta conversación se convierta quizá en lluvia fértil que pueda servir para que germine alguna semilla de bienestar en otras personas.

Yo agradezco tanto tus recomendaciones de lecturas que me asombra que te cohibas de hacerlo. También pienso que de todos los oficios que has tenido quizá este de librera sea el más maravilloso. A muchas nos has enriquecido desde siempre con tu pensamiento y los libros que te habían conmovido. Han sido tantas las veces que te he agradecido que me empujaras a leer algo. De lo más reciente citaría la revelación que ha sido para mi Svletana Alexievich o lo que ha supuesto el “Echar raíces» de Simone Weil para este confinamiento. Y la siguiente será Bordelois de la que llevas tanto tiempo hablándome…

Tengo claro que tu casa y tus palabras están habitadas por libros que, de una manera u otra, nos van llegando a las que te rodeamos. Y no sabes lo que te lo agradezco. Mi vida sería infinitamente más mísera sin ti y sin todas esas lecturas que me han abierto la cabeza y dado aliento cuando me faltaba el aire. GRACIAS, AMOR.

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Lograrnos madres barbudas: pintar ventanas y rompernos las casas.

Empiezo con una perogrullada. Escapar de la norma cuesta; tanto que a menudo no lo logramos, ni cuando creemos conseguirlo. Así mientras que yo lo que deseo de la “crianza” es disfrutar la vida y el “regalo” que significa cuidarla, me la paso dirimiéndome con la figura del padre y el mito de la familia feliz, en batalla contra el patriarcado. Tanta lucha que a duras penas logro celebrar que mi madre pueda volver a fregar los platos, el mes y medio que consigo defender cuidarla por encima de todo, incluso de la integridad de la vajilla, que sí, se rompe en mil pedazos. Aunque eso llegará al final de un texto que advierto, es muy largo. Lo necesité escribir así.

Una mona feliz.

Comienzo pues por la amistad y mi amiga Sonia, que para el séptimo cumple de Laia, nos ha regalado una poesía. Dice así: “Tengo en mi casa una espada/hecha de gominola y barquillo/cuando Eva dijo que quería ser mamá/empecé a sacarle brillo”. Luego abandona el verso y escribe: “Y es que sus deseos son luchas, y había que estar preparadas. Luego sus luchas se convierten en juegos, en volteretas preciosas, pero eso ya viene después.”

Sea pues este texto ese después, que empieza por Sonia, su primera criadora no porque le cambiara al bebé que cuidó por un buen rato, ni un solo pañal, si no porque nos disfrutó como nadie, los primeros meses; obligándonos al sol, el mar y las canciones. Una “mona feliz”: eso me logró Sonia.

Yo me había quedado sin casi madre, ni casa, ni pareja a un mes del parto. Y Sonia y la intemperie, me condujeron a la casita de pescadores donde vivía ella entonces. Que fui feliz, al fin, lo supe en un bar donde comí mi primera paella al sol, tras un embarazo invernal. ¿Que cómo me di cuenta? Recuerdo un gesto, ante él, sobre la vergüenza, ganó la risa. Con Laia, entre mis piernas, acomodada a modo de “servilletita”, y sin despegar un ápice mi espalda del respaldo de una silla de restaurante a pie de mar, escupí un hueso de aceituna desde mi boca a un cenicero, con el ánimo de encestarlo. No recuerdo si lo colé. Sí sé que la eficacia devenía estupida, ante una vida donde todo fue felicidad, por un rato ciertamente insólito.

A Laia, la niña que nos reunió, Sonia y yo, la bañamos “en una palancana grande” al compás de la canción de Teresita. Sonia nos regaló también Summertime, que fue nuestra nana. Un estándar de jazz que puedes entonar de mil modos en ese momento de asumir la vida recién acaecida en que solo cantar, consuela. Y es que no me canso de repetirlo, asumir un nacimiento es violentísimo. Lo que nos pasó entonces y después a Laia y a mí, es que consentimos a nuestro alrededor un cuidado extenso, aleatorio, social, panteísta. Un cuidado, alejado del hoy por ti y mañana por mí que tanto nos encoge, ese cuidado consecutivo, garantista, radioactivamente nuclear o codiciosamente mercantilizado, masivamente generado como necesidad en una sociedad inducida a la carencia y el descuido. Lo que Sonia y yo nos pudimos dar, fue algo así como una justicia poética, que la hay en el mundo, cuando lo permitimos abundante. Lo que no me pudo dar otra gente, me lo regaló ella. Sin más. Sin posesivos.

A Sonia, la traigo aquí ahora para regalarnos cómo saca su fuerza de una pasión por reinventarse que muchas veces se ha demostrado. No es que no le cueste, asegura, pero a Sonia (que ya se sabe “bien curiosona”) le gusta llevarse, a otros sitios, con otras gentes… y querernos. Y lo hace a la que se descuida, antes de anestesiarse con norma alguna. Antes de hacerse bola, coge el pico y la pala y se pone albañila de microcosmos donde quererse y punto. Esa entrega por el apasionado disfrute, justo era lo que más me había costado respetar de ella. Hasta el punto de habernos dejado, como en las relaciones de amor más traumáticas, una vez. A menudo, no podemos querernos. Entonces, es mejor dejarnos un rato, más o menos largo. Antes, manifestaba una pasión por el vínculo duradero. He cambiado: amamos a quienes podemos, mientras podemos. Y hoy por hoy, sitúo por encima de la duración, la gracia. Estar con alguien mientras podemos querernos y luego dejarnos ir. Porque “todo pasa y todo queda”.

Pero, lo nuestro, es pasar.

Alfonso, el padre que Laia y yo hemos “adoptado”, me contó hace meses, a raíz de ese artículo anterior -y que a él no le gustó-, que una muy buena amiga suya le había dicho que lo que él intentaba construir con Laia, era como procurar sostener en una bandeja una “pompa de jabón”. Y que él se veía así, defendiendo una pompa de jabón en un bar atestado de gente. Duro, sí. Pero me pareció bellísimo. Ninguna imagen explicaría seguramente mejor por qué Alfonso nos escogió: por su inmensa delicadeza (y tozudez). Suficiente como para convertir, de forma profunda, en «su niña» a una niña sobre la que la legalidad no le reconoce nada.

Laia ama las pompas de jabón, los pomperos y desde siempre uno de sus poemas favoritos ha sido ése de Machado, que en canción es un himno de plenitud pagana: “Amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón”.

Su “niña”, como tanta gente pequeña, se embelesa mirando las pompas. Sus microscópicos arcoíris entornándolas, su vuelo imprevisible, bailarín, suspendido y vibrante. A Laia le encanta procurar atrapar las pompas grandes, aunque también solo mirarlas volar desde el balcón la llena de júbilo. Totalmente conmovedor, responder a: ¡mama, ¿qué es sutil, qué ingrávido, qué gentil?!

Nos pase lo que nos pase, nuestra vida, después de esas noches y esos cuentos, es mejor. Solemos ver en las pompas a Meme, mi otra madre, que no murió, pasó a otro estado, volador. De hecho “nos” veo ahí a todas, ni pronto, ni tarde, cuando llegue. Alfonso nos trajo a Machado y Laia y yo le releemos y escuchamos en el Serrat de Cantares (“Son buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan y en un día, como tantos, descansan bajo la tierra”) y, de este modo, estalla nuestro amor pagano por la vida, aunque pase.

Me he roto la casa.

Laia ríe gentilmente con un poema de Gloria Fuertes que nos regaló nuestro amigo Fran, que cuenta de un caracol “se rompió la casa”. Se ríe, como sin querer. Tal cual nos reímos los adultos al ver una caída de alguien en la calle. Jejejeje, ríe y ríe: “Señor Caracol ¿le pasa algo?/¿Se ha roto la cabeza?/No, me he roto la casa”. Jejejeje. Yo a veces me pregunto ¿cuándo dejamos de apreciar que todo se desarme, como algo liberador, gracioso… que nos reabre en la tarea de perfeccionarnos?

Marvin Minsky escribió “La sociedad de la Mente” partiendo de los miles de aprendizajes que supone “fabricar cosas con bloques infantiles para armar”. El padre de la inteligencia artificial, pasó años trasladando a una máquina los “saberes” que pone en juego un niño al jugar con un Lego. Saberes, “numerosas ideas prácticas laboriosamente adquiridas, por una multitud de reglas y excepciones, indicaciones y tendencias, equilibrios y verificaciones aprendidas a lo largo de toda la vida”. Dice Minsky que eso que conocemos como sentido común es algo “diverso e intrincado”, que nos da una ilusión de simplicidad. Ilusión que no es más que nuestra ignorancia de lo que esos procesos realmente implican. Un niño es alguien permanentemente aprendiendo, y eso la gente adulta lo olvidamos. Consideramos “obvios” los conocimientos de una niña, como dice Minsky, “porque no podemos recordar lo difícil que nos fue aprenderlos”.

Tenemos un problema cuando no valoramos útil mirar a las niñas que juegan con bloques infantiles. Al no hacerlo olvidamos que construir es derribar. Así, nos empeñamos en duraciones perversas como esa idea de “pertenencia” de los hijos a los padres, que niega que somos un magma de células que contienen información de todas las comunidades, que son millones, a las que pertenecemos. “La mayor parte de nuestros conceptos provienen de las comunidades en las cuales fuimos criados”, dice Minsky, “incluso aquellas ideas que ‘elaboramos’ nosotros mismos provienen también de comunidades, en este caso, las que tenemos dentro de la cabeza”. Somos una sociedad ilusionada en singularizarse. Nuestra ilusión de individualización infantil se ha financiado con millones de estudios. Toda esa trastornadora literatura de la paternidad-maternidad que institucionaliza un neurótico valor de la vida entendida como una posesión. Así no deben extrañarnos luego tanto malditos juicios por la custodia de los hijos, llenos de chantajes por su propiedad y uso (no sé si disfrute) en resolución a amores posesivos, dinerarios, completamente patológicos. ¡Qué perversidad! Eso de “o te quedas conmigo o te quito a los niños y el coche…”. Pero así estamos…

Ya apunté que para regenerar a las familias, habría que corresponsabilizarse socialmente de lo familiar, politizar la pa-maternidad y estamos lejos. Por ahora solo pringa el papa “Estado”, con facultad para dirimir más que lo íntimo, yo diría, lo intimidado. Cuan lejos estamos aún de que Sonia, hubiera podido, por convenio colectivo contar con una baja para cuidarme a mí a punto de parir sola o a una amiga con cáncer. Mari Luz Estebán, la escritora de la imprescindible Crítica del Pensamiento Amoroso, decía el otro día en un curso de Traficantes de Sueños, que está harta de hablar del amor. Que quiere hablar de la amistad y, sobre todo, quiere que goce de derechos. Sonia, sin ir más lejos, quiso acompañarme a parir. Lo deseaba. Pero no hubo opción alguna. ¿Quién era yo para ella? Nadie. Otra nadie.

Como pompas de jabón.

Dicho esto, quisiera volver a la imagen de la pompa de jabón, para reconocer el saber más profundo desde el que vivo tras concebir a Laia. Dos historias me rondan desde entonces, obsesivamente. Una, me la contó Gerardo, que se la contó Manu, que antes de nacer Laia estuvo con insomnios, porque a una de sus mejores amigas le pasó este asunto terrible: “se” le cayó su bebe desde un cambiador sobre una mesa y murió. No he escrito: su hija cayó, porque su madre no lo vivió así, como un azar. No llegaba al año de edad.

También me vuelve una y otra vez, la historia de otra mujer que “se” logró abonar una in vitro y parió dos niños, y se exigió cuidarlos y debió seguir trabajando -insisto que la fecundación in vitro la tuvo que pagar- y un día se tiró por una ventana. Eso me lo contó mi amiga, Cristela. Sí; en el delirio -que podemos comprar- de concebir la maternidad como opción, esa vida que creemos poder elegir, también nos suicida.

Por ahora, no está en nuestra manos, llegada la muerte, resucitar la vida. De ahí, lo chocante de que como seres humanos, no estemos celebrando todo el tiempo, esa sutileza, “ingrávida y gentil” que es la vida. La vida que no puede garantizarse. Tantas eternidades, en un tiempo presente que se repite durante muchos millones de segundos. Eso es la vida. Aunque como tan bien explica Minsky “tenemos menos conciencia de aquello que nuestra mente hace mejor”. Hay “procesos complejísimos que se están dando en nuestras vidas a cada rato” y que como operan “sin falla”, están celebrándose “silenciosamente”. Y “es principalmente cuando nuestros sistemas fallan que la conciencia interviene”.

Así pues la fiesta de lo corriente nos la perdemos. Como también miniaturizamos, o estigmatizamos casi todo. La muerte, la enfermedad y a estas alturas no tengo duda de que la infancia, también la estigmatizamos. Cristina Vega conecta además como quienes necesitan “ser cuidadxs”, roto lo comunitario, quedan estigmatizados y consecuentemente segregados. Lxs niñxs y lxs viejxs en las familias nucleares con sus pisos y sus amas de casa y sus geriátricos y sus guarderías. Lxs locxs en los psiquiátricos y los CRPS. Estigmatizados para “miniaturizar el riesgo”. ¿El riesgo a qué? -me pregunto- y contesto: a que no trabajemos tanto para -como señala Ignacio Calderon Almendros- “ser fachada”, ocultando nuestras partes traseras”, pasándonos “la vida haciendo ver que soy quien no soy”.

De muy adolescente acudía fin de semana tras fin de semana a un Cotolengo que aún existe en Benimaclet. Era –y sigue siendo- un pedazo de medievo en plena posmodernidad. En plena emergencia de una identidad a normalizar; a mí, aquel lugar, me daba paz. Era una cárcel, sí; pero mi impresión es que aquello era verdad. Recuerdo la cara tranquila de esa niña, con una cabeza tan grande que había de sostenerla con una estructura de hierro que como un vestido le cercaba todo el cuerpo desde el cuello. En el Cotolengo descubrí que lo inverosímil es la normalidad, “su comida sin basura, su fuerza sin debilidad, su vida sin muerte”.

No podrás matarme.

Siempre que pienso en hacer público un texto, refiero a “Mátame si puedes”, el proceso más duradero de la Fábrica de Cine sin Autor. Cuatro años de risas nos regalamos esa colectividad de esquizofrénicos, bipolares y personas tan normales como yo, justo porque nos convertimos en productores de nuestra comedia armamentística. Las personas más estigmatizadas por su peligrosidad, desde su imaginario, ese que tanto asusta, me han permitido vivir lo más divertido que sé que viviré. Mi agradecimiento hacia todas es eterno. Mi desasosiego con una sociedad y unas instituciones que no han apostado por sostener esa colectividad de producción de ficción, no creo que se calme hasta que no lo consiga revertir, o al menos no pare de intentarlo. Entre tanto regalo, como hago ahora, nuestra web serie en cuanto puedo. Ofrezco nuestra potencia para ensanchar la vida, a la que ha de caber, lo enfermo, lo raro, la anormal. Somos eso. Y negarlo nos miniaturiza, nos enaniza. Y así estamos, infantilizados como unos niños idiotas.

Lo que más me indignó del famoso asunto titiriteros fue el uso de la infancia. Celebré de hecho extremadamente un artículo, publicado en el Estado Mental descentrando el foco de la polémica y deteniéndose en esa sociedad pacata que practica el postureo y la sobreactuación con los niños. Vivimos una sociedad que ha hecho de los niños un “objeto de ansiedad” y un nicho de mercado. Al tiempo que nos creemos la sociedad más civilizada con los y las niñas, con todos sus derechos y sus deberes reconocidos, les estamos “escamoteando su existencia”. Y así, con ese, como con otros grupos subalternos, hemos generado un registro ficcional, plagado de eufemismos para velar la realidad en lugar de designarla. Lo mismo que señala Rivera Cusicanqui que se hace con los indígenas, las locas, lo hacemos con la niñez. Y rompemos a les niñes, encarcelándoles en un mundo que les hemos autodesignado, lleno “de obediencia y negocio”. Nuestra descendencia está siendo disciplinada por las máquinas de persuasión más sofisticadas, desde Disney a Minecraft a cualquier reclamo de cualquier tienda remota, aguardan su mirada bajita, frente al último prodigio de zombilandia, monsterhighs o similares. No obstante a eso, no le tenemos miedo. Todos los coles de Madrid celebrando felizmente Halloween y metiendo en la cárcel a unos titiriteros. Bien dice Agamben que todo “comienza con el poder sobre los y las niñas”, que son los primeros en sufrir formas de gobierno. ¿Qué hacer frente a todo esto?

Tretas: de lo utópico realizable a lo histórico invivible.

Para empezar llamo a reconocer la potencia de realización de lo utópico, frente a la impotencia en que nos sume lo histórico cuando es invivible. A ver si me explico. Jesus Olmo en reacción a mi artículo anterior, compartió en mi blog, textos completamente imprescindibles que os animo a leer. Entre ellos recojo la utopía de Huxley: “La isla”. Que nuevamente solo esa sabiduría humana (de la que somos tan poco conscientes) nos llamaría a haber leído más que “1984”.

Leamos pues “La Isla”:

–¿Cuántos hogares tiene un niño palanés?
–Más o menos unos veinte, término medio.
–¿Veinte? ¡Dios mío!
–Todos pertenecemos –explicó Susila– a un CAM: un Club de Adopción Mutua. Todos los CAM están compuestos por quince a veinticinco parejas. Novios y novias recién elegidos, veteranos con niños en crecimiento, abuelos y bisabuelos … todos los miembros del club se adoptan entre sí. Aparte de nuestras propias relaciones consanguíneas, tenemos nuestra cuota de madres, padres, tíos y tías por delegación, hermanos y hermanas por delegación, hijos pequeños y adolescentes por delegación.
Will meneó la cabeza.
–Constituyen veinte familias donde antes sólo existía una.
–Pero lo que antes existía era su tipo de familia. Las veinte son todas de nuestro tipo. –Y como si leyera instrucciones de un libro de cocina, continuó–: “Tómese un esclavo asalariado sexualmente inepto, una mujer insatisfecha, dos o (si se prefiere) tres pequeños adictos a la televisión, hágase un encurtido con una mezcla de freudismo y cristianismo diluido; luego envásese herméticamente en un departamento de cuatro habitaciones y cocínese durante quince años en el jugo.” Nuestra receta es más bien distinta. “Tómese veinte parejas sexualmente satisfechas, con sus descendientes; agréguese ciencia, intuición y humorismo en cantidades iguales; embébase en budismo tántrico, y hiérvase indefinidamente en una olla abierta, al aire libre, sobre una viva llama de afecto.”
–¿Y qué surge de esa olla abierta? –preguntó él.
–Un tipo completamente distinto de familia. No excluyente, como las familias de ustedes, y no predestinada, no compulsiva: Una familia incluyente, impredestinada y voluntaria. Veinte parejas de padres y madres, ocho o nueve ex padres y madres, y cuarenta o cincuenta niños de todas las edades.

No pontifiquemos pues sobre ninguna forma de crianza. No declaremos inocente ninguna. Yo sueño y procuro habitar formas de vida que me permitan no condenar la “familia”, sino que simplemente “tienda a desaparecer” -como señala Albert Meister que sucede en “Beauborg, una utopía subterránea”. Ese inmenso lugar que se abrió bajo el Centro Pompidou, donde “hay muchos niños que nadie sabe muy bien a quien pertenecen”, donde “la característica dominante es la mezcla de edades entre los grupos”, donde “las bases del aislamiento, de la ruptura con los demás, que son los fundamentos de la acumulación y la división entre los seres humanos”, ya no opera, ni activa ninguna de sus formas de dormir, de comer, y de sexualizarse. Hasta el punto de que uno de los habitantes de Beauborg señala una forma del amor que comprendo: “me parece que este es el tipo de relación que tiende a predominar entre nosotros, una relación en la que el amor se disuelve en el todo y que se corresponde con la erotización de la vida en la que todo se vuelve amor”. Yo debo reconocer que en experiencias de vida comunitaria que he podido disfrutar (señalaría una etapa gloriosa para mí gloriosa del Patio Maravillas) eso lo he vivido. Vivir las utopías. Pues sí. Sin destarifos. Así tranquilamente.

Y es que las formas de vida han sido siempre mucho más inventadas de lo que sugiere nuestra obvia realidad presente. “No existe la inevitabilidad mientras haya disposición para contemplar lo que está sucediendo” escriben Marshall McLuhan y Quentin Fiore en “El medio es el masaje”. Allí también hacen referencia a que “El “niño” fue un invento del siglo XVII; “no existía en, digamos, la época de Shakespeare”. Desde ese reconocimiento de poder vivir como hagamos la vida con nuestros cuerpos, eso que llamamos performar, ellos claman contra lo educativo asociado a lo sombrío. Y sí, el niño, la niña sufre formas de gobierno. No se nace niño occidental, se llega a serlo. Nos dice Almudena Hernando, que esos mismos europeos que hasta finales del XIX “instalaban” personas vivas -aborígenes- en los museos (como todavía nos atrevemos a encerrar a los tigres de malasia), también tuvieron costumbre de a los niños vestirles en sus primeros años como niñas. ¿Para qué? Pues para que ser “niña” fuera un estadio que los “niños” superaban. Esa idea patriarcal del progreso que como señala McLuhan, tan estúpidamente lineales nos ha dejado, como seres humanos.

Lo que cuida la niña, la vieja y el loco.

Sutileza, pues, ingravidez y gentileza. En mi caso, he tardado mucho en darle valor a mi capacidad de apreciar belleza donde una mayoría social ve inutilidad. Por ejemplo: soy sinceramente feliz viendo a mi madre de ochenta años fregar los platos. Cierto que solo durante mes y medio al año logro dedicarme a eso. Y ya eso me ha costado una biografía en cierto modo vergonzante, que estadísticamente el SEPE presenta como “parada de larga duración”. Y es que suspenderse de actividad adulta para regodearse en las actividades de la vejez, como decisión, no “se” puede.

Habrá quien me dirá que comienza a ocupar el discurso público eso que llamamos “economía de los cuidados” y yo, sin embargo, recelo porque llamar a lo que hago en verano “cuidar” sigue siendo cuanto menos “capacitista” -que es una discriminación que sinceramente tenemos más que pendiente abordar-. A no ser que enunciemos lo que cuida, también, el niño o la vieja o el locx.

¿Estamos dispuestas a reconocer lo que nos sirve que alguien friegue aunque pueda romper toda la vajilla? ¿Dispuestas a descubrir lo que nos cuida alguien que no se sostiene el cuello? ¿O hablamos de cuidar como una relación entre un sujeto pendiente y uno, dependiente? ¿Cuidado es que yo compre la comida de mi madre, y no, que yo pueda observarla en su tambaleante lavar los platos, desde esas manos viejísimas, que evidencian las muchas destrezas que esas manos aprendieron un día jugando?

El construccionista social, W. Barnett Pearce recuerda que la vida es como una fiesta a la que hemos sido invitados pero a la que llegamos tarde. Esa notable metáfora la prosigue recordándonos la innata capacidad que tiene el ser humano de hacerse un lugar en los juegos. “A un niño no hay que enseñarle a jugar juegos”. Sabe. Y para entender el juego social señala “debemos centrarnos en el «producir» y el «hacer».

Así pues llamo a criar aprendiendo de toda producción o hacer que conlleve esa crianza. Comprendiendo el cuidado multivalente, no jerárquico, sin priorizar capacidades o cualidades más listas o más validas que otras. Llamo también a criarnos socialmente entre todxs durante toda la vida. Comprendiendo la crianza y la vida como una agencia multiforme en que como niñas, adultos y viejas nos ponemos en juego. Erotizando una vida en la que todo se vuelve amor. Amor como el que siento viendo a mi madre fregar los platos. Como en el experimento de Minsky, pero desde las manos de una vieja, entre las que cada agencia (encontrar, ver, asir, refregar, enjuagar, soltar, apilar) es intensamente crucial. La mayoría del tiempo funciona: mi madre logra lavar la vajilla. Aunque de repente no, y caen tres vasos y un plato al suelo. Y se desperdigan en miles de muescas peligrosas para ir descalza por la cocina y hay que barrer. Por eso mi madre llevaba meses sin fregar. Quien la cuida habitualmente ya ha descartado su habilidad para hacerlo. Cuando yo solo viendo eso, pude comprender lo que nos dijo Juan Gutiérrez, a Marta y a mí, un día que le entrevistamos a propósito del programa de radio de vanguardias y retaguardias. Pensar en los cuidados le resultaba desagradable: moralista, autoritario, sostenido sobre la carencia del ser designado como no autónomo, frente al “autorizado” cuidador. Juan manifesto múltiples reparos sobre la potencia del «cuidado» -como diría B. Pearce- para “convocarnos a ser”.

«Ven, seremos».

Aquí arriba está mi madre, Flor. Su mirada me desafía. La de Laia también. Al lado una foto que celebra que mis padres tuvieron hace años dinero para comprarse una casa. No atesoro videos, ni fotos de mi madre en esa pila. Y sin embargo, insto a recetarnos ratos de ver fregar a quien ya no dejamos fregar. Cuando friega mi madre, te pone en un vilo. Es pura poesía, evidencia todas las destrezas que ya no celebramos. Juro que las manos de mi madre fregando, piensan, porque su automatización falla; sus manos dudan, se asustan y alegran. Mirar a mi madre, detenidamente, fregar, así… Sólo recordarlo me desborda el cerebro en lágrimas que se me derraman por los ojos. ¡Pedazo de pompa de jabón! De puro regalo absolutamente imprevisto, que regala la vida que no “se” permite.

A esos tesoros me agarro, en esos veranos que tanto defiendo. No me gusta, conste, quedar tan rara. En contraste con las familias que acuden a sus segundas residencias, llevando a su lado parejas de su edad y como mucho algún descendiente, mi pandilla de octogenarios (cinco normalmente) más Laia y Deva y, como mucho, dos adultas -cuando mi hermana consigue no trabajar- generamos escenas dantescas. Recuerdo especialmente una: mi tío Manolo, olvidado de que ya no es un niño y jugando con Laia, pierde el equilibrio y se le cae encima. Los dos espatarrados en el suelo, un rato, Laia llorando, él procurando levantarse, mi madre, mi tía y mi padre, a los gritos, y a nuestro alrededor un corro de gente que me mira con desaprobación, expresándome un: así no “se” cuida.

Yo sonrió y resisto hasta que me atrinchero en el bar del jubilado del pueblo donde no manda el verano. Allí, me relajo, y puedo besar a mis viejos y charlar con las cuidadoras inmigrantes y las limpiadoras, que son la gente habitual, de mi edad, en ese bar. De hecho soy como ellas pero en trabajadora estacional, por enchufe de linaje y sin contrato. Y sí, me humilla, y también lo celebro. Escribo, no en vano, desde esa subalternidad que ya habito, de parada de larga duración, de más de cuarenta y cinco, perimenopaúsica, que sale del calor de Madrid a la costa, a costa -valga la redundancia- de cuidar a “sus viejos”. Soy ese ser incorrecto. Existo ahí, y me parece realmente un buen suelo.

Sobre él me alcé uno de esos días, cuando mi padre, como quien no quiso la cosa de repente me suelta: tú vas a pasar de apagar los fogones -que era lo que al parecer decían que hacía de niña-, a «pintar cristales», que es lo que él dice que hacen los locos. Yo, con una dignidad que nunca antes había defendido en mí, me quedé fijamente mirándole a los ojos y le dije ¿qué me quieres decir, papá? Él, titubeó, -porque entiendo que flipe de que vivir algo tan raro nos haga finalmente tanto bien, a él incluido-, y finalmente me respondió: que loca pero no tonta, que así acabaré. Y me contó un chiste de uno al que se le estropea el coche ante un manicomio y al que un loco le enseña cómo arreglarlo. Un loco, pero que sabe arreglar un coche. De eso va el chiste.

No sé cómo acabaré. Francamente ni idea tengo. Solo aprecio que a veces lo que logro es: ser buena. Buena, pero no tonta. Es más deseo que, tras este texto, esas dos palabras queden menos reñidas. En esa tarea me atareo. Para este próximo verano, si mi madre aguanta, juro hacer un video de mi madre fregando. Mi madre es la prueba de que Minsky tiene razón, y que es la ignorancia de las destrezas y saberes que constantemente consienten la vida, lo que hace que seamos más conscientes, de lo malo y lo difícil, que es, eso sí, infinitamente más tonto. Minsky señala que ni diez mil microdestrezas permitirían reproducir en un robot lo que supone a un niño llenar un balde de arena. “Las cosas fáciles son difíciles, lo que pasa es que en general tenemos menos conciencia de aquello que nuestra mente hace mejor”.

Ver fregar a mi madre, debería ser obligatorio. Nos haría pensar qué es lo que nos cuida. Pensar muy, muy bien, si preferimos apostar por inventar vajillas menos frágiles para las viejas o pastillas para apagarlas, porque perdieron la visión de un ojo y sufrieron un ictus. Tanto puto “ideal perdurable del yo” se pasa el día infrahumanizándonos, no consintiéndonos en una gran mayoría de las etapas y formas de la vida. Prácticamente parece solo servir ser “adulto”, modo en que tampoco podemos ser, con demasiada frecuencia, a causa de nuestros hijos, nuestras madres y/o nuestros jefes. Tontos, y malos: así nos volvemos por no cuidarnos desde el año cero hasta el cien, sin creernos mucho más que un puro estallido de pompas de jabón.